El paraíso de los ricos
Artículo publicado por Raymundo Riva Palacio en su columna Estrictamente personal, el 6 de junio de 2007, en El Universal.
Sudáfrica es un buen caso de estudio de cómo un modelo económico excluyente puede demoler los avances democráticos y regresar la tensión e inestabilidad
CIUDAD DEL CABO, Sudáfrica.- Aquí, en la punta del continente africano, las cosas parecen idílicas. En el campo de batalla de lo que apenas hace 10 años era un país en camino directo a la guerra civil por el racismo y el apartheid que generaban presiones y violencia crecientes, hoy se levantan modernos edificios inteligentes, hay una avenida llena de restaurantes de moda y clubes nocturnos, mientras que por sus amplias e impecables calles llenas de jardines circulan Ferraris y Lamborghinis, cuya venta per cápita supera a la de la mayoría de los países industriales. La riqueza que muchas veces se desparrama ante la primera mirada del visitante no muestra ningún pudor o frontera.
En los suburbios de esta ciudad se encuentran no sólo los mejores viñedos de Sudáfrica, sino algunas de las residencias más caras del mundo, que pueden ser adquiridas por cualquiera que pueda pagar entre 6 y 19 millones de dólares. Todo el terreno del puerto de la bahía, su Waterfront (la puerta de entrada donde se filmaron las escenas finales de la película Diamante de sangre), de hoteles de lujo, marinas, yates y restaurantes, joyerías y boutiques, fue adquirido por desarrolladores de Dubai que pagaron mil millones de dólares, para invertirle otros mil millones durante los próximos cuatro anos y convertirlo en "la Riviera de Africa".
En Johannesburgo, a casi mil 600 kilómetros de aquí, las cosas no son diferentes. El distrito de Gauteng, al cual pertenece, es un abanico de opulencia que tiene, además, sus nichos para los que más poseen, como en Sandton, su barrio más exclusivo, donde apenas en noviembre se vendió un penthouse en 25 millones de dólares.
Sudáfrica es uno de los querubines del capitalismo global, que apoyó a Nelson Mandela a salir de la cárcel primero, y a convertirlo luego en el primer presidente producto de elecciones democráticas. Su successor, Mbeki Thabo, mucho menos carismático que Mandela pero más eficaz como líder político, ha profundizado el arribo de esta nación a un grupo selecto de países emergentes donde todos están poniendo los ojos para invertir. Thabo, que ya gobernaba el país desde las sombras de la vicepresidencia en el gobierno de Mandela, ha llevado a Sudáfrica a una gran expansión corporativa.
El despegue ha ampliado el valor del único millonario en la lista de Forbes que había hasta hace tres anos, Nicky Oppenheimer, cuyo imperio familiar en la minería y en los diamantes lo ubican en el lugar 158 entre los más ricos del mundo, e incorporado en la última lista a Johann Rupert, en el lugar 194, gracias a las ventas de artículos de lujo de sus marcas, entre otras, Cartier, Dunhill y Chloe.
Cada uno tiene una fortuna que supera el producto nacional bruto de sus vecinos Zimbawe, dos veces el de Lesoto, cuatro veces el de Mauritania, y juntos tienen más recursos que Namibia. La estrategia económica de Thabo también generó millonarios locales, dos de ellos que son una paradoja de la lucha que se vivió aquí: Cyril Ramaphosa y Tokyo Sexwale, que lucharon hombro con hombro con Mandela, como líder sindical y organizador de grupos de resistencia, respectivamente, y que hoy amasan una fortuna combinada que, para alcanzarla, los 23 millones de sudafricanos que viven debajo de la línea de pobreza tendrían que trabajar, cada uno, más de 172 mil días.
En efecto, este paraíso idílico realmente no lo es cuando se le empieza a rascar un poco. Si, por ejemplo, un visitante pone atención a los alrededores del aeropuerto internacional de Ciudad del Cabo, al que llegan diariamente aviones directos de Europa, Estados Unidos y Sudamérica, podrá notar el hacinamiento interminable de casuchas de asbestos sin los más mínimos servicios.
De hecho, solo 12% de los casi 47 millones de sudafricanos tiene agua potable y las condiciones de vida siguen siendo tan escasas para la mayoría que la expectative de vida no rebasa los 47 años. Fenómeno que viven todas las naciones emergentes, la desigualdad es la marca de la globalización. Sudáfrica es, sólo detrás de Brasil, el país más inequitativo del mundo. Fenómeno también de las democracias novicias, la falta de una segunda generación de desarrollo político está creando nuevos polos de tension e inestabilidad.
"El fin del apartheid significó la igualdad constitucional y el derecho de voto, pero no tocó su punto más importante: la posesión", escribió recientemente en el periódico Cape Times el alcalde del Cabo Occidental, cuya capital es Ciudad del Cabo, Ebrahim Rasool. El colonialismo y el apartheid habían creado, en palabras de Rasool, "un huevo revuelto" de desposeídos y explotados por unos cuantos privilegiados, sumado al racismo, la subyugación de los negros y la separación social con base en el color de la piel. En toda esta década de la nueva Sudáfrica, "la nación del arcoiris" -como la definió el arzobispo Desmond Tutu, uno de los cinco premios Nobel de la Paz que se ganaron durante esa larga lucha- no tuvo un diseño institucional que resolviera ese problema fundamental de la posesión. Mandela no lo tocó, y Thabo está buscando conciliar la diferencia con una política agraria para repartir la tierra entre los pobres.
El problema es que la mayoría de Sudáfrica está despoblada -60% del total de la población se concentra en vastas ciudades perdidas entre Johannesburgo y la capital Pretoria- y la tierra cultivable no llega a 13% de la superficie total.
El capitalismo salvaje en el que ha vivido este país produce extrañas paradojas, que tienen a este pueblo con uno de los índices de desarrollo humano más bajos del mundo, el tercero con la tasa de desempleo más alta, una corporación de telecomunicaciones que tras el fin del apartheid se expandió a todo el continente creciendo en 1000%, y la decima bolsa de valores del mundo. El modelo económico está fallando, y la falta de reformas de segunda generación ha llevado al desencanto de la democracia, pues las altas expectativas de cambio que tenían en ella no se tradujeron en beneficios para todos, y se están convirtiendo en detonantes sociales.
Aquí se empieza a notar la creciente delincuencia que toca la puerta de todos. Una de las residencias oficiales del presidente Thabo fue saqueada hace poco tiempo, y tanto el ministro de Seguridad de Gauteng como el fiscal de Johannesburgo fueron asaltados en sus casas. Ante la ausencia de una sociedad más igualitaria, parecen inevitables las venganzas de los desplazados. De hecho, la estructura económica del apartheid se mantiene intacta, beneficiando a los blancos y a unos cuantos negros que han estado cerca del poder.
El problema de Sudáfrica es problema de muchos. Es una historia conocida en países distantes, donde las élites políticas y gobernantes quieren seguir manipulando y engañando a muchos. Pero hay límites, como en Sudáfrica, donde se está llegando al final de ese camino.