"Juanito" y el desarraigo
Siempre se ha dicho que México no es un país racista. Su condición mestiza limó a lo largo del tiempo esta enfermedad criminal del espíritu. Sin embargo, las señales de ese mal no dejan de aparecer aquí y allá con diversos rostros. Desde las urbes se tolera al indio y su mundo agrario pero no se le respeta. A pesar del levantamiento zapatista, el indio, para las mentalidades urbanas de la burguesía, remanentes del colonialismo, es un inferior, un ignorante que en su retraso premoderno no podrá nunca alcanzar las bondades civilizadoras del mundo moderno. De allí que su rebelión en 1994 haya sido calificada como el producto de una manipulación, de la intromisión de seres civilizados que abusaron de su estado infantil. El indio, parecen decir esas mentalidades imbéciles, es incapaz de pensar por sí mismo. Ajeno a la educación escolar del mundo civilizado, es víctima de su ignorancia.
En las urbes, esas señales se manifiestan en el desprecio por los seres humanos que habitan sus periferias. Allí no hay indios, sino nacos. Seres que no pertenecen ni a la vida civilizada de las urbes ni a la “barbarie” del mundo agrario, pero que son, dice el “civilizado”, igualmente ignorantes. El caso de “Juanito” es una de esas señales que, en este caso, no provienen de la mentalidad burguesa, sino de ciertos sectores de la izquierda. Esos sectores, antirracistas hacia afuera, son racistas en el interior. “Juanito” –dicen como un eco de la burguesía que tanto desprecian– es un pobre tipo, un ignorante, un imbécil que, manipulado por intereses ajenos a la “verdadera” izquierda, se ha engreído y ahora quiere poder.
Ciertamente, “Juanito” no es un indio –cuya cultura basada en la tierra y la memoria es, pese a la ignorancia “civilizada”, muy alta–, sino un desarraigado, un producto de una civilización que, basada en el dinero, despoja a las culturas de sus raíces. Pero esto no lo hace un imbécil, ni un hombre manipulable, sino un prototipo de la mentalidad económica de la civilización industrial. “Juanito” es, al igual que la clase política a la que ahora pertenece, al igual que el hombre del mundo económico en el que vive, un ambicioso, un demagogo, un “gandalla”, un oportunista que no necesitaba ni necesita ser manipulado por nadie para ser lo que es. Nada que no sea su condición de marginal, su estigma de clase, lo distingue de los funcionarios del IFE, de López Obrador, de Calderón, de Mario Marín, de Ulises Ruiz, de los especuladores financieros, de los burócratas arribistas, de aquellos para quienes la única moral que existe es adquirir poder y dinero “haiga sido como haiga sido”.
Si molesta es precisamente porque no se formó en las universidades, porque es el fruto de los desplazamientos del mundo agrario, porque no hizo la “transa” de manera disciplinada, es decir, dócilmente, es decir, arropado por quien tiene el poder y la legalidad para hacerlo. Mientras se sometió a la manera inmoral en que López Obrador respondió a la también inmoral manera en que el IFE sacó de la contienda política a Clara Brugada; mientras el ignorante, el “naco”, se sometió dócilmente a la propuesta lopezobradorista, “Juanito” era bien visto. En el momento en que decidió tomar para sí la inmoralidad, entonces se le estigmatizó: el ignorante, el “naco”, está manipulado, se le hizo creer lo que no es. “Juanito”, en la manera en que lo trató López Obrador y en la manera en que hoy lo estigmatiza la izquierda, es una señal del racismo. Pero también, en su fondo, es decir, en lo que en realidad es y siempre ha sido, una revelación del nivel de nuestras clases políticas y de la condición a la que una sociedad basada en el dinero, el prestigio y el consumo nos ha reducido.
Si “Juanito”, como le sucedió a Calderón, a Marín, a Ulises Ruiz, logra construir un poder de arribistas en torno suyo y superar, a través de él, el desprestigio, mañana todos habrán olvidado el incidente, y el “naco”, al fin lavado de su estigma de clase por el prestigio del poder, estará sentado en el sitio en el que todo se tolera y se aplaude, en el sitio en el que se puede transar, cambiar de partido si así conviene a los intereses personales, ejercer la pederastia, en síntesis, cometer actos inmorales sin consecuencias. Se trata simplemente de llegar. Lo demás viene por sí solo. Es la lección de nuestra clase política, que “Juanito” aprendió bien en las sub-urbes de Iztapalapa; es la lección del desarraigo que nos habita.
El desarraigo –eso que el dinero hace en nombre del desarrollo al ir ocupando territorios y alejando a la gente de lo que constituye su alma: los tesoros de su pasado que se preservan en la memoria de su hacer y de sus relaciones– es el signo del mundo moderno. Al destruir, como lo señalaba Simone Weil, las raíces, reemplazando todos los ámbitos de la vida humana por el deseo de poseer, sólo queda lo que somos: ese “Juanito” que nos representa, ese ser atroz, al que el sueño de la burguesía quiere reducir el mundo indígena y cualquier otro mundo que no se le parezca; esa mentalidad que hace de la mentira, de lo inmoral, del “agandalle”, el signo de nuestro racismo y, cuando logra legitimarse, el signo del prestigio y de la grandeza.
Artículo escrito por Javier Sicilia y publicado en Proceso en línea.