El decrecimiento y el sentido común
Crecer ha sido el eje sobre el que los gobiernos y los idólatras del Mercado han hecho y quieren continuar haciendo girar la rueda de la sociedad. Sin embargo, como nos lo ha recordado Gustavo Esteva –un hombre de profundo sentido común– en La Jornada del 24 de agosto, pasado cierto umbral todo crecimiento se vuelve su contrario. Crecer, en la vida, significa alcanzar un punto al cabo del cual comienza ese deterioro que llamamos envejecimiento y que termina con la muerte. Lo mismo, no en el sentido de la naturaleza, sino de la patología, podríamos decir del cáncer: un crecimiento desmesurado de las células, un desbordamiento de la proporción en la cual las células se expresan como vida.
El crecimiento económico no escapa a esa realidad. Distinto al proceso de la vida, que es natural, aquél, al desbordar el límite en que la economía –el cuidado de la casa– es fuente de salud, ha seguido la lógica patológica del cáncer. Nada, en este sentido y a pesar de los cantos de sirena de los gobiernos que claman que hemos llegado al fondo de la crisis y que la economía se irá recuperando lentamente, escapa a ese mal. La crisis, para quienes vivimos no en el mundo abstracto de las cifras, sino en el de la realidad concreta de cada día, está allí con sus tremendos daños ecológicos, sus despidos, su reducción de empleos y lo que Iván Illich llamó “la pobreza modernizada”, es decir, la pobreza que nació del despojo de las formas vernáculas de vivir y producir en nombre del crecimiento, la pérdida de la capacidad de sobrevivencia de la gente: el rostro atroz de la miseria y el crimen.
Por desgracia, pocos, entre los profesionales del mundo moderno, atienden ese hecho. Empecinados en la creencia absurda de que se puede mantener un crecimiento perpetuo, las medidas que aplican van en el sentido de rearticularlo. Pero si el sentido común –“el más poco común de los sentidos”, dice la sabiduría popular–, que por fortuna todavía funciona en Gustavo Esteva y entre algunos intelectuales y académicos, no basta para mirarlo, las estadísticas, de las que tanto gustan los expertos, lo muestran desde otro ángulo. El consumo actual, dentro del modelo de crecimiento económico que nos llevó a la crisis, es enorme; equivale, entre otras causas por el uso indiscriminado de energía, a la degradación de 2.5 hectáreas por persona al año. Ante esa cifra de 2.5 –que fluctúa porque muchos habitantes consumen mucho menos y otros mucho más–, en Estados Unidos –el paradigma del crecimiento al que todos los países aspiran– cada habitante consume 9.5 hectáreas. Si, como el sueño demagógico de los gobiernos y de los neoliberales lo pretenden, los pobladores del mundo pudiéramos alcanzar ese crecimiento, se necesitarían cinco planetas del tamaño y de las condiciones de la Tierra para conseguirlo. Aun con los actuales índices de crecimiento a nivel global, en el orden de lo ecológico y de la miserabilización el planeta vive como podría vivir un canceroso.
México, por ejemplo, a fuerza de crecer ocupa actualmente el puesto número 106 en calidad del agua, cuyo consumo produce 2.2 millones de muertes por año en el mundo; el 64% de su suelo agrícola está degradado a fuerza de urbanización y de usos industriales; sus índices de criminalidad con fines económicos –venta de drogas, secuestros, robos, especulaciones financieras– tienen un crecimiento que amenaza con volverse exponencial. Etcétera.
Asomarse a las estadísticas que miran la vida en su conjunto, y no a aquellas, de nuestros economistas, que han decidido mirarla como un recurso para un crecimiento que sólo tiene sentido en las abstracciones de sus gráficas, es aterrador.
Contra ellas, el sentido común indica que debe aplicarse una política económica basada en el decrecimiento. En primer lugar, en la reducción del consumo superfluo, en el incentivamiento de las producciones autónomas y comunitarias, y en el reúso, el reciclado y el rechazo de todo aquello que signifique una mayor dependencia del Mercado y de las instituciones de servicio; en segundo lugar, como el propio Esteva lo propone, en el achicamiento del sector financiero, “que saquea al productivo y a la población y vive de la especulación”; en la negativa a la producción y el consumo de transgénicos, y en la estimulación del “cultivo campesino con semillas criollas, que se ampliaría hasta recuperar la autosuficiencia en los productos básicos”; en el recorte a “los salarios obscenos de funcionarios y dirigentes públicos y privados”; en la reducción, y si es posible la desaparición de los centros comerciales, y de los shopping malls, en favor de “la multiplicación de redes de establecimientos comerciales pequeños y medianos”; en limitar a los desarrollistas públicos y privados, para que puedan resurgir “las construcciones autónomas, con materiales locales y sentido de la proporción”.
Decrecer no es una aberración insoportable, como, contra toda evidencia, lo siguen creyendo los devotos del falso axioma de la economía moderna. Es, por el contrario, redescubrir esa verdad del sentido común, “vieja –decía Gandhi– como los cerros”, donde, en la proporción y el equilibrio, cuidar la casa sea habitar el gozo de una vida buena.
Escrito por Javier Sicilia, publicado en Proceso en línea.