La corrupción de los premios Nobel
Cuando Alfred Nobel decidió que una parte proporcional de su inmensa fortuna fuese a parar todos los años a las manos de los más preminentes hombres y mujeres de las ciencias y la literatura buscó redimirse. Sus últimos días fueron angustiosos. No podía soportar las consecuencias del uso militar de la dinamita, su gran invento. Apesadumbrado, se transformó en un pacifista confeso. En su testamento dejó muestra de ello. Así podemos resumir sucintamente el origen histórico de los cinco premios que llevan su nombre. Un sexto, el de economía, se añadiría apócrifamente en 1968.
El deseo de Nobel fue premiar el esfuerzo en física, química, medicina o fisiología, la creación literaria y a quienes dedicaban su actividad a luchar por la paz. Los candidatos en todas las categorías y por tanto los ganadores debían sobresalir por sus aportes en beneficio de la humanidad y proyectar una vida ejemplar. Muchos son los nombres asociados a esta perspectiva. En química Ernest Ruherford o Linus Paulin, en física Max Planck, Marie y Pierre Curie, Einstein o Niel Bohr, en medicina Santiago Ramón y Cajal, Jaques Monod o Severo Ochoa, en literatura Pablo Neruda, Gabriela Mistral, Octavio Paz, entre otros. En el caso concreto del Nobel de la paz, el beneficiario, persona o institución, debía, según rezaba el testamento: llevar a cabo la mayor o mejor labor a favor de la fraternidad entre las naciones, por la abolición de los ejércitos permanentes y por la celebración y el fomento de congresos por la paz..
No han faltado años en los cuales una de las cinco categorías haya quedado desierta. En física la primera vez ocurriría en el año 1916, repitiéndose en 1931 y 1934; en medicina no se entregó los años 1921 y 1925, en literatura durante la Gran Guerra y en 1935. En cuanto al Nobel de la paz, 1923, 1924, 1948, 1955, 1956. Hay que destacar que durante los años de la segunda guerra mundial no se concedieron en ninguna de las cinco vertientes.
Aunque las opiniones del jurado para conceder el premio contienen una dosis de subjetividad, declararlo desierto, explicita la dificultad para hacerse acreedor del mismo. Así, el premio Nobel ganó en prestigio. Sin embargo, desde los años 70 del siglo XX cayeron en desgracia. La muestra más flagrante del despropósito fue concederlo a Henry Kissinger en 1974, genocida de guante blanco acusado de crímenes de lesa humanidad y responsable de los bombardeos de los B-52 en Vietnam. Pero cuatro años más tarde, será entregado a Menachen Begin un terrorista confeso de múltiples muertes contra ciudadanos palestinos en los años 50 del siglo pasado. Así, comienza una era marcada por el desconcierto y el descrédito. Los Nobel pierden su lustre. Se conceden por motivos menos altruistas y rompiendo su filosofía inicial. Así, en el Nobel de fisiología o medicina, las compañías farmacéuticas presionan para que sus investigadores sean los beneficiarios. En 2008, el laboratorio AstraSeneca, la multinacional británica, intervino para que dos jurados, asesores de la compañía, apoyaran la candidatura del medico alemán Harald zur Hausen por sus trabajos sobre el virus del papiloma humano que puede causar el cáncer de útero. Tuvieron éxito. No faltó tiempo para que AstraSeneca desarrollara dos vacunas controlando las patentes, el mercado y el proceso de innovación tecnológico. Algo similar ocurre en el Nobel de economía. Durante la hegemonía del liberalismo económico, sus agraciados han formado parte del grupo de Mont-Pèlerin creado por Hayek y Von Mises en 1946. El propio Hayek lo recibirá en 1974, a continuación lo hará Milton Friedman en 1976, seguidos por George Stigler en 1982, James Buchanan en 1986, Maurice Allias 1988, Ronald Coase en 1991, Gary Becker 1992 y Bob Lucas en 1995. Algo sospechoso si consideramos que provienen de una corriente marginal en la teoría y desarrollo de la economía hasta los años 70 del siglo pasado.
Las presiones se suman y los intereses creados desdibujan su filosofía inicial. Sobre ellos pende un halo de corrupción donde se cuestiona un año sí y otro también el nombre de los agraciados. Muchos son los posibles y pocos los elegidos. Algunos podrían argumentar que los dos premios más cuestionados, el Nobel de la paz y el de medicina, no los concede la academia sueca, sino su comité en Oslo y el Instituto Karolinska, intentando lavarse las manos. Aduce autonomía en las decisiones. Y podría ser verdad, sólo que compromete la transparencia y el buen hacer de la fundación Nobel. Sin embargo, hoy, los jurados que premian los apartados de física, química o literatura también son presa de la desconfianza.
Por este motivo, conceder el Nobel de la Paz a Barack Obama no es un acto de agravio, ni un despropósito, marca una tendencia en la cual han caído los Nobel. No hay nada que destacar del actual ocupante de la Casa Blanca en su lucha por la paz. Pero tampoco se consideró dicha circunstancia cuando en 2002 se concede a James Carter, autor material de la guerra de Afganistán, de apoyar con misiles tierra aire a los Talibán y de favorecer la expansión de las transnacionales estadunidenses en África a costa de aumentar el conflicto en la región. Obama no es distinto, por ello no hay que rasgarse las vestiduras. Su política consiste en aumentar la presencia de sus tropas en Afganistán, apoyar a Israel en su política de exterminio contra el pueblo palestino e instaurar bases militares en Colombia, Perú y México. Asimismo defiende a regímenes como el paquistaní y reniega de soluciones democráticas en Honduras. No favorece la paz ni busca la abolición de los ejércitos o la fraternidad entre las naciones como reza el testamento de su creador. Por consiguiente se altera la voluntad de Alfred Nobel y con ello se descompone la credibilidad de sus jurados. Tal vez hay que llegar a una triste conclusión, dejar de pensar en los Nobel como un premio de premios. Hoy forman parte de la sociedad del espectáculo, se degradan y pierden el componente ético asignado por Nobel. Descansen en paz.
Artículo escrito por Marcos Roitman Rosenman, publicado el 18 de septiembre de 2009 en La Jornada.